“¿Cómo me ve él?”, se preguntó. Se levantó y colocó
un largo
espejo junto a la ventana. Lo puso de pie,
apoyándolo en una silla.
Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la
alfombra, y abrió lentamente
las piernas. La vista resultaba encantadora. El
cutis era
perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó
que era como la
hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que
la presión del dedo
podía hacer brotar y la fragante humedad que
evocaba la de las
conchas marinas. Así nació Venus del mar, con
aquella pizca de miel
salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer
manar de los escondidos recovecos de su cuerpo.
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